Ruth Abril “Digna sepultura en tiempos de pandemia”

Ruth Abril “Digna sepultura en tiempos de pandemia”

Desde que el hombre es hombre, da digna sepultura a sus muertos y, en su caso, les hace honores. El Derecho Internacional Humanitario (DIH), que es el Derecho que rige cuando hay una guerra y que protege a los enemigos en poder de una parte contraria, ya establece una serie de normas sobre cómo proteger los cuerpos de las víctimas, su recuerdo y su identidad, al tiempo que permite el duelo de sus familias. En este caso, como digo, se trata de garantizar el respeto al “enemigo”.

La crisis de la COVID-19 no es una guerra, y los muertos no son ni mucho menos enemigos. En la mayor parte de las ocasiones, son ancianos o personal sanitario. Pero si el DIH establece una serie de medidas para esas personas, con más razón debemos respetar y proteger el cuerpo y la dignidad de las mismas y sus familiares. Veamos algunos aspectos que nos pueden ayudar a considerar lo que se debería haber hecho en esta pandemia, incluso en los momentos más difíciles.

El DIH prohíbe, salvo caso de epidemia y por razones obvias, arrojar una persona fallecida al mar. Se supone que se le debe llevar a tierra firme y allí, perfectamente identificado, darle respetuosa sepultura.

También obliga, en la medida de lo posible, a tomar todos los datos que puedan identificar a esa persona para trasladarlos al Comité Internacional de Cruz Roja, de modo que los familiares tengan la seguridad de que el fallecido es “el suyo”.

La inhumación se debe hacer siempre de forma individual y permitiendo conocer dónde reposan los huesos de cada persona fallecida.

Por otro lado, la ley de la Memoria Histórica pretende identificar a estos muertos que no han sido localizados hasta ahora para darles una digna sepultura y permitir a sus familias finalizar el duelo que tienen desde su desaparición.

¿Pero cómo fue el proceso del traslado, incineración y entrega de los restos a las víctimas de la COVID-19? Algunos pacientes tuvieron que ser cambiados de hospital y allí murieron. Y luego fueron llevados al lugar de origen. ¿Hay un protocolo garantista de estos traslados? ¿Se ha tratado adecuadamente a las familias de las víctimas? ¿Tenemos la seguridad de que los restos que nos dan son los de nuestros familiares?

Estas difíciles preguntas producen más angustia cuando lo que nos entregan son cenizas, de imposible identificación. Algunos sanitarios manifiestan el dolor que sienten cuando ven, al cabo del tiempo, las mochilas, bastones, bolsos y demás pertenencias de los que ya no están en este mundo, sin saber a quién entregarlas.

Si es duro no poder acompañar a un familiar que se está muriendo en un hospital y no poder verle muerto, ni darle inmediata sepultura con presencia de todos los allegados, más duro debe ser pensar que quizás esos restos no sean los de tu familiar y que sus enseres están en algún sitio a la espera de recogerlos.

Quizá todo ese equipo de asesores que tiene el Gobierno debería haber previsto un protocolo trasparente y ordenado del trato de los cuerpos de los fallecidos. Así, los familiares podrían tener la seguridad de que los restos que les dan son de los suyos y que pueden empezar el duelo y la presentación de los respetos debidos a sus muertos. Pero esta guerra sin armas y sin enemigos nos ha hecho perder la humanidad y la empatía que todo ser humano debe tener.

Ruth Abril Stoffels
Profesora de Derecho Internacional de la Universidad CEU Cardenal Herrera