Ignoro quién inventó el palabro “desjudicializar”, pero habría que darle el premio Nobel de lingüística, si lo hubiera. Porque la cuestión está clarísima, aunque se invente un vocablo que tergiverse su sentido. Se trata de “desjudicializar” la política, o sea, sustraer las actuaciones políticas de los tribunales, es decir, establecer la impunidad de los actos políticos, hacer que sean legales aunque no lo sean.
Chapeau.
Lo peor es que nuestro Gobierno, sentado de igual a igual con el de Cataluña, lo ha aceptado. Según el acuerdo, no puede haber otro juicio sobre sedición o rebelión en Cataluña, como en 2017, no porque no lleguen a producirse los mismos actos que entonces, sino porque al ser “políticos” se “desjudicializan”.
Se le podrá dar tantas vueltas como se quiera a la expresión, pero lo que viene a decir es eso, que lo que se hace por motivos políticos no puede llevarse a los tribunales, todo lo más al Parlamento, que es el lugar natural de estos temas.
En este contexto, respetando la Constitución —o no, porque ¿qué hay más político que la Constitución de un país?—, puede hacerse lo que se quiera, hasta incumplir sistemáticamente las sentencias de los tribunales, como es el caso del 25% de castellano en las aulas catalanas.
Tan acostumbrados estamos a la perversión del lenguaje que nos parece normal que la política no esté sometida al imperio de la ley y que éste pueda modificarse, distorsionarse y hasta envilecerse para permitir conductas hasta entonces ilegales. ¿Diríamos lo mismo si se despenalizase —eso es lo que significa “desjudicializarse”— el asesinato, por ejemplo?
Seguro que no. Diríamos entonces que eso resulta inadmisible porque hay valores que no se pueden cuestionar. ¿Hay otros, como la subversión del orden político, que sí se pueden?