En España, donde el escándalo ha dejado de ser excepción para convertirse en rutina, una nueva polémica ha irrumpido en los últimos días para volver a ocupar titulares. En medio del sobresalto político, ha tomado la palabra Jorge Buxadé, diputado de Vox en el Parlamento Europeo, para compartir su verdad sin disfraces sobre la realidad que se cuece en Bruselas.
Se dice que la política es un fiel reflejo de la sociedad. Y tal vez no se trate de que tengamos a los políticos que merecemos, sino aquellos que más se nos parecen.
En una sociedad polarizada y emocionalmente dependiente de sus lealtades ideológicas, emergen líderes que -como bien anticipó Maquiavelo- dominan el doble lenguaje del poder: pronuncian una cosa frente al público y ejecutan otra en privado.
En el microcosmos español, el Congreso de los Diputados se convierte en un teatro por ver si PP o PSOE gana el Óscar al histrionismo. Pero basta un breve viaje a Bruselas para descubrir el idilio bajo la mesa: apretón de manos, complicidad y brindis silencioso. Mientras se airean guerras sobre “quien falla más”, se encubren corruptelas de Kaczyński en Polonia o informes de la UCO en España que no el PSOE ni su satélite europeo quieren ver.
Al final, el rojo y el azul siempre han combinado bien; ese bipartidismo que aunque pelee en público, sabe cómo encontrarse en privado.
¿Por qué se pasan por alto las irregularidades del PSOE en Bruselas? La respuesta es tan clara como incómoda, y es que la política se ha consolidado como un espectáculo de imágenes cuidadosamente editadas, sostenidas por la superioridad moral y el culto a la corrección política. El discurso ha desplazado a la acción, y quien se atreve a romper el guion con palabras ásperas que cubren realidades crudas, queda automáticamente desacreditado. Bruselas, como espejo refinado de España, exhibe un sesgo político cada vez más evidente que protege al que forma parte del reparto principal y arrincona al disidente; cómo bien demuestra el doble rasero aplicado en la Ley de Transparencia de Hungría.
El “tú más” omnipresente se ha consolidado como una coartada estructural que excluye a quienes no se someten al consenso tácito del poder.
Así, quienes integran la élite institucional encuentran siempre un refugio asegurado, mientras que quienes se apartan de la norma quedan relegados al margen. Todo ello se ampara bajo la apariencia de un Estado de Derecho que, en España, ha exhibido profundas grietas a lo largo de la presente legislatura —desde amnistías controvertidas, maniobras para blindar al fiscal general, hasta presiones veladas sobre los medios de comunicación—. En consonancia, en Bruselas se mantiene una actitud cómplice que prefiere desviar la mirada ante asuntos delicados, como los vínculos con Pfizer o Huawei, o las influencias provenientes de Qatar y Marruecos.
Pese a ello, España esquiva el Informe Europeo sobre el Estado de Derecho. Aquellos españoles que depositamos nuestra confianza en la Unión Europea como contrapeso a la deriva nacional, nos damos cuenta de que en Bruselas solo se hace el telón más grande y se cambian los actores.
En esta paradoja se sostiene la política occidental: en España, se revelan casos de corrupción entre quienes lideraron mociones de censura contra la corrupción misma; mientras que en Europa, la misma doble vara de medir impera, dejando aflorar la ley de hierro de la oligarquía de Michels en cada regulación, concentrando el poder en pocas manos y debilitando la capacidad de acción de la ciudadanía.
Así, el espectro político se estrecha y nuestra voz se convierte en mero adorno de un catálogo de promesas etéreas. Como advierte Buxadé, esta democracia del “y tú más” cavila en la retórica mientras ignora la vida de la gente corriente.
Privilegios de casta y censuras soterradas evocan la advertencia de Platón en «La República»: la demagogia disfrazada de bien común que adultera la democracia.
Si persistimos en pelearnos con acritud, celebrando la polarización y desentendiéndonos del verdadero poder que se teje a nuestras espaldas, comprobaremos que la política sí es el fiel reflejo de nuestro país: un espectáculo infantil, más preocupado por el decorado que por la función. Y así, rojo y azul, siempre juntos, brindan con la complicidad mientras nosotros seguimos aplaudiendo sin darnos cuenta de quién firma el guion.