Jorge García Gascó-Lominchar “Que alguién llame al Sr. Black”
Incluso un tipo como yo, nacido ya en democracia y aún sin ser especialmente monárquico, siempre ha visto en Juan Carlos I la figura, casi paternal, de un Rey moderno que contribuyó decisivamente al despegue de España y la tremenda revolución social y económica que se vivió en los últimos años 70, 80 y 90. Una época dorada de este país en la que este Rey jugó un papel institucional de capital importancia, pero que en estos últimos tiempos se está viendo empañado, si no borrado, por todas las noticias que se van publicando y que dejan un retrato del monarca más parecido al de un sátrapa, putero y chorizo (dicho sea con los debidos respetos y en estrictos términos de defensa, como decimos los picapleitos), que el de un Jefe de Estado homologable al de cualquier democracia europea similar a la nuestra.
Y la cosa no va por lo de que se acostaba con esta o con aquella; eso es lo de menos, al menos para mí, que me importa un pimiento donde deposite sus eméritos atributos. Al fin y al cabo, que digan que se apareaba –o al menos lo intentara- con cuantas mujeres se cruzaran en su camino es algo casi natural que forma parte de las covachuelas de la Corte y, desde luego, muy típico de la Borbonía; Allá él con sus apetitos y con las explicaciones a su mujer. Lo feo, lo chungo, es lo otro.
Cierto es que todo lo que se está publicando no se sale de la esfera periodística y aunque, al parecer, se basa en información extraída de procedimientos judiciales, huelga decir que al ciudadano Juan Carlos, como a cualquier hijo de vecino, le ampara hasta el final la sacrosanta Presunción de Inocencia, lo que significa que hay que poner esas informaciones en “cuarentena” (palabra, esta, tan tristemente de moda, por otro lado). Cierto es también que, en caso de ser procesado y juzgado, habrá que ver a qué eventuales condenas se puede enfrentar y cómo se soluciona, si es que tiene solución, esa cosa tan extraña de la inviolabilidad del Rey emérito, un traje blindado que le regalaron los dos grandes partidos políticos de este país, probablemente conocedores ya entonces de las patitas de las que cojeaba el emérito monarca… y no me refiero a las muletas…
Pero más allá de las cuestiones técnicas y jurídicas, más propias de sesudos señores de pelo cano y togas con puñetas, las preguntas que le asaltan a cualquier españolito mediano son inevitables ¿Qué necesidad tenía este hombre de hacer todo eso? ¿Por qué ha tenido que cagarla de esta manera? Estas preguntas son las que se hace un servidor, que nunca ha sido un ferviente monárquico pero sí se ha mostrado tolerante y complaciente con este sistema, como también se las hace buena parte de la ciudadanía al contemplar tan lamentable espectáculo.
Juan Carlos es, o era, una persona con un enorme prestigio nacional e internacional; venerado por muchos y respetado por casi todos, incluso por las facciones más republicanas de nuestra esfera política, que vivía de puta madre y que, hasta más allá de lo políticamente correcto, se le permitían sus libidinosos excesos.
Estoy muy enfadado, la verdad. No sólo por los abusos que se le atribuyen a este hombre (con las debidas reservas que impone la referida presunción de inocencia), sino porque me ha hecho replantearme muchas cosas y, sinceramente, no me apetecía a estas alturas de mi vida. Me ha sacado de un guantazo de mi zona ideológica de confort. He vivido todos estos años aceptando razonablemente que la monarquía –esta monarquía- ha sido buena para España y que la alternativa –la república- aunque más democrática en el ámbito teórico, no era, de momento, una opción mejor. Pero ahora, ya no lo tengo tan claro.
La institución de la Corona tiene una gigantesca patata caliente con muletas encima de la mesa. Y aunque por el momento creo que tendrá el beneficio de mi duda, tendrá que medir muy cuidadosamente sus movimientos en un futuro próximo. Deberá calcular muy bien los siguientes pasos que deba dar, porque la historia de este país está llena de monarcas indeseables (y no me refiero a Juan Carlos) a los que bien hubiera merecido la pena cortarles la cabeza en su momento, como hicieron en Francia en el siglo XVIII.
España llegó tarde, como casi siempre, a las revoluciones burguesas de aquella época, pero cuidado, que aquí la cosa, cuando se enciende, es muy difícil apagarla; si no, que le pregunten a Napoleón, que tuvo que salir por patas de España; lamentablemente, lo que vino después fue mucho peor.
Y es que, a este paso, mucho me temo que, o se reconduce la situación, o España va a tener su propia Revolución Francesa; sin cabezas cortadas, pero con todo un Jefe de Estado sentado en un banquillo desde el que tendrá que decir algo más que “Lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir”.
En el fondo, deseo que éste Rey no forme parte de esa triste lista que reyes sátrapas, ladrones, incompetentes y mezquinos que “adorna” nuestra historia. Quisiera indultarlo, o al menos otorgarle el beneficio de la duda; In Dubio Pro Reo, se dice en Derecho. Quizás, quisiera hacerlo, lo del indulto, por puro egoísmo, porque no quiero tener que enfrentarme a una revisión tan profunda de mis idearios.
Por eso, si lo que anhela este hombre es que mayormente se le recuerde como uno de los hacedores de la democracia española moderna, como aquel Jefe de Estado que enfundado en su uniforme militar se plantó ante los insurgentes el 23F y como el perfecto embajador de España ante el Mundo durante tantos años, quizás lo mejor para él sea que una buena mañana le visite Joe Black.
Vaya por delante que lo que digo lo digo con todo el respeto y, sobre todo, quede claro que esto no es un deseo o el anhelo de un servidor, no me vayan a malinterpretar o, peor aún, procesar por delitos contra la Corona; se trata más bien de la conclusión, fría y descarnada (lo reconozco) a la que llegaría cualquier estratega tras contemplar el tablero en el que se encuentra. Sería la prestación de su último y gran servicio a este país. Así, sin hacer mucho ruido, sin sufrimiento, como en la película. Que venga Joe Black, le permita despedirse de su familia y después se lo lleve a dar un plácido paseo por los jardines de Zarzuela. Es más, pensándolo bien, tal y como ocurre en la película, quizás el Sr. Black hasta se enamore de su hija mayor, ahora que es una alegre divorciada… yo ahí lo dejo…
De este modo, se acabaría su calvario; no solo el suyo, sino el de su familia y de paso, nos ahorraría como país el tremendo bochorno al que se nos está exponiendo. Se le harían pomposos homenajes de estado, le dedicarían edulcorados documentales en los que se resaltaría su vital importancia durante la Transición y se trataría de salvar su figura como un hombre de Estado, frente a lo que últimamente se está publicando sobre su persona. Y es que, lamentablemente, lo poco o mucho que le quede por vivir va a ser muy jodido para él; va a ser un auténtico via crucis. Repudiado por su propia familia, por su país (que ya lo ha juzgado), vilipendiado por sus detractores como un pelele al que atizar sin misericordia y, de paso, poniendo con ello en jaque la institución de la monarquía, uno de los pilarse básicos de España, por más que a muchos les pese.
Jorge Garcia-Gasco Lominchar – Abogado –