Cada 20 de noviembre, el Día Universal del Niño nos invita a detenernos y reflexionar sobre aquello que, pese a ser evidente, demasiadas veces olvidamos: la infancia no es un adorno emocional, sino un sujeto de derechos. Como abogado y como ciudadano comprometido con mi entorno, veo diariamente cómo esos derechos pueden fortalecerse, pero también cómo pueden erosionarse cuando las instituciones o los adultos fallamos.
La labor jurídica en materia de infancia no consiste solo en resolver conflictos, sino en garantizar que cada menor tenga un espacio seguro para crecer, aprender y desarrollarse plenamente. Este enfoque —que puede parecer teórico— se materializa en decisiones concretas: desde custodias que deben priorizar el bienestar real del menor, hasta situaciones de vulnerabilidad social donde la administración debe actuar con diligencia efectiva. La legislación española y autonómica en protección de menores es clara, pero requiere voluntad política, medios suficientes y sensibilidad humana para convertirse en realidad.
En este sentido, conviene recordar una idea profundamente ligada a la esencia de este día. La filósofa Hannah Arendt afirmó: «La educación es el punto en que decidimos si amamos al mundo lo bastante como para asumir responsabilidad por él» (“La crisis en la educación, en Entre pasado y futuro, 1961). Esta frase, rigurosamente documentada, resume la obligación colectiva que tenemos: educar, proteger y acompañar a los niños no es solo un deber hacia ellos, sino una forma de cuidar el mundo que mañana heredarán.
Desde mi experiencia profesional, cuando un menor aparece en un expediente judicial, administrativo o social, no es un trámite más: es una llamada a actuar con máxima responsabilidad. Cada informe, cada resolución y cada intervención tiene consecuencias reales en una vida que apenas comienza. Por ello, los operadores jurídicos debemos recordar que el rigor no está reñido con la sensibilidad, y que el principio del interés superior del menor no admite interpretaciones relajadas ni decisiones apresuradas.
A nivel municipal, el compromiso con la infancia se traduce en políticas que faciliten la conciliación, que mantengan abiertos los comedores escolares como herramienta contra la desigualdad, que ofrezcan actividades culturales y deportivas accesibles, y que generen espacios públicos donde los niños puedan jugar sin miedo. Un pueblo o ciudad que cuida a sus niños no solo mejora la vida de las familias: se garantiza un futuro más sólido, más humano y más justo.
El Día Universal del Niño no es un día de celebración vacía, sino un recordatorio de que la infancia no puede esperar. No puede esperar a que mejore el presupuesto, a que haya más personal, a que el conflicto familiar “se calme solo”, a que la administración “llegue cuando pueda”. Los niños viven en el presente, y nuestro deber —jurídico, político y moral— es acompañarles ahora.
En definitiva, proteger a la infancia es construir justicia, dignidad y futuro. Como abogado, como servidor público y como ciudadano, seguiré defendiendo con firmeza que una sociedad que pone a los niños en el centro es una sociedad que ha elegido amar y mejorar el mundo, tal como Arendt nos instó a hacer hace ya más de medio siglo.

















