El debate sobre la propuesta para limitar la acción popular ha generado un legítimo revuelo en la opinión pública. Desde un análisis jurídico y desde la filosofía del derecho, no se trata solo de un proyecto de ley cuestionable, sino de una reforma que podría erosionar uno de los pilares fundamentales del Estado de Derecho: la participación ciudadana en la justicia.
La acción popular, consagrada en el artículo 125 de la Constitución Española, es una manifestación del principio democrático que otorga a cualquier ciudadano la capacidad de ser parte activa en los procesos judiciales, sin necesidad de ser directamente perjudicado. Esta figura fortalece la justicia como servicio público, actúa como contrapeso frente a posibles abusos de poder o inacción del Ministerio Fiscal y recuerda que la justicia no pertenece únicamente al Estado, sino a toda la sociedad. En palabras de Luigi Ferrajoli, el derecho penal debe ser una herramienta de garantía para proteger los derechos fundamentales y no un instrumento para blindar los intereses de quienes ostentan el poder.
Sin embargo, la propuesta plantea restringir este derecho para evitar supuestos usos “abusivos”. Desde un punto de vista filosófico, las leyes deben ser generales y abstractas, orientadas al bien común. Regular un derecho procesal para resolver casos concretos supone traicionar el principio de universalidad del derecho. Como enseñó Kelsen, el Estado de Derecho se basa en la existencia de normas generales que se aplican por igual a todos, no en privilegios diseñados para proteger a una minoría poderosa.
En el plano jurídico, limitar la acción popular tiene consecuencias graves. Ha sido una herramienta fundamental en casos de corrupción y defensa de intereses colectivos donde las instituciones han fracasado en actuar con diligencia. La acción popular garantiza un acceso plural a la justicia, un principio reconocido tanto en la Constitución como en los tratados internacionales de derechos humanos. Su restricción no solo debilitaría este acceso, sino que consolidaría un monopolio del Estado en la acción penal, poniendo en peligro el equilibrio de poderes.
Por otro lado, las posibles deficiencias en la regulación actual no justifican su eliminación. Limitar este derecho bajo el pretexto de prevenir abusos es, en sí mismo, un abuso legislativo. En lugar de restringir derechos fundamentales, el enfoque debería dirigirse hacia la mejora de los controles procesales. Por ejemplo, se podrían establecer requisitos más estrictos de admisión para evitar querellas temerarias o crear mecanismos sancionadores más efectivos contra quienes utilicen la justicia de manera instrumental. Estas medidas garantizarían que el derecho a la acción popular se ejerza de manera responsable sin menoscabar la participación ciudadana.
La propuesta también plantea una cuestión ética de gran relevancia: ¿debe el legislador intervenir para limitar un derecho que puede ser incómodo para quienes ostentan el poder? Desde una perspectiva deontológica, el derecho no debe subordinarse a intereses coyunturales. Como señalaba Dworkin, las leyes deben ser un reflejo de principios morales que aseguren la igualdad y la justicia. Cualquier intento de legislar desde el interés particular, en lugar del bien común, constituye una grave amenaza para la legitimidad del sistema jurídico.
En conclusión, la acción popular no es un privilegio, sino una manifestación del poder soberano del pueblo. Reformar este derecho de forma restrictiva implica debilitar la democracia y renunciar a un principio esencial del Estado de Derecho: la justicia debe estar al servicio de todos, no de unos pocos. Es imperativo que las reformas legislativas busquen reforzar la justicia como bien público y no como un espacio al servicio de intereses privados o del poder institucional.