Vivimos inmersos en la era de la hiperconexión. Las redes sociales, los mensajes instantáneos y las videollamadas han difuminado las distancias físicas. Hoy podemos compartir opiniones, chistes o reflexiones con personas de cualquier parte del mundo en cuestión de segundos. Sin embargo, en esta sociedad tan interconectada, nunca nos hemos sentido más solos. Y los jóvenes, el grupo que más tiempo pasa en el entorno digital, no son la excepción: son, quizás, quienes más lo sufren.
Según el último Estudio sobre juventud y soledad no deseada en España, uno de cada cuatro jóvenes sufre soledad. El mismo estudio señala que dentro de este grupo existe un consenso de que estar demasiadas veces pendiente de las redes sociales tiene un efecto negativo sobre la soledad no deseada.
No sería justo culpar únicamente a las redes o a internet de esta creciente desconexión emocional. Pero tampoco podemos ignorar que lo digital está desplazando, casi sin que nos demos cuenta, lo que antes era genuino, presencial, tangible. Pasamos horas viendo vídeos en TikTok, leyendo hilos en X (antes Twitter), opinando sobre vidas ajenas. En las conversaciones de sobremesa ya no hablamos de nuestras vivencias, sino de memes, videos virales o influencers. Lo virtual se ha fusionado tanto con lo cotidiano que cuesta distinguir la pantalla de la realidad.
Lo cierto es que nunca dejamos de estar en línea. Estamos siempre a la espera de una notificación, de un «me gusta», de una validación fugaz. Las plataformas digitales nos ofrecen una ilusión de cercanía: tenemos cientos de «amigos» en Instagram, miles de corazones en TikTok. Pero nada de eso llena realmente el vacío. Porque detrás de esos perfiles cuidadosamente editados, nuestros «yo digitales» no son quienes somos realmente. Son versiones aspiracionales, idealizadas, inalcanzables.
Cuando la magia de Internet se esfuma y estamos solos con nuestros pensamientos es cuando descubrimos una verdad incómoda: no somos esos perfiles pulidos, perfectamente editados y aparentemente felices. Y en ese contraste entre lo que mostramos y lo que realmente somos, lo único que a menudo permanece es una profunda sensación de vacío. Porque nunca llegaremos a ser tan felices como lo aparentamos en Instagram.
La paradoja de nuestra época es innegable: nunca fue tan fácil comunicarse y, sin embargo, nunca nos costó tanto conectar de verdad. Tal vez haya llegado el momento de silenciar el ruido digital, de mirar menos las pantallas y más a los ojos. De aceptar lo imperfecto, lo auténtico, y recuperar el valor de lo que no se puede medir en likes ni seguidores: la conexión humana real.