En muchas aulas de España, el profesor ya no enseña: sobrevive. Y no por falta de vocación, sino porque la autoridad del docente ha sido vaciada, despojada, convertida en un concepto casi tabú. Hoy el maestro debe ganarse el respeto como si fuera un influencer, no imponerlo por su conocimiento o por su posición. Y esa deriva tiene consecuencias graves para el futuro de nuestros jóvenes.
El alumno no es un cliente: es un estudiante
Se ha extendido la peligrosa idea de que el alumno tiene derechos, pero no deberes. Los colegios y los institutos han asumido una lógica de cliente, donde cualquier llamada de atención puede ser motivo de queja, de reunión con padres indignados o incluso de inspección. Pero la escuela no es un parque de atracciones. Es un lugar de aprendizaje, y eso exige esfuerzo, normas y consecuencias.
No se puede educar sin disciplina ni respeto. Quien ha estado en un aula lo sabe: sin silencio, sin atención, sin reglas claras, el conocimiento no fluye. Y si el profesor no puede hacer cumplir esas reglas, se convierte en un mero animador.
Hay que devolver al profesor su papel central en el sistema
La recuperación de la autoridad del docente debe ser una prioridad nacional. No se trata de volver a modelos autoritarios, sino de asumir que el respeto no es negociable. Que corregir a tiempo evita males mayores. Que la educación exige exigencia, no palmaditas en la espalda.
Y para eso es fundamental proteger al profesor frente a agresiones, insultos o presiones externas. Elevar su estatus, reconocer su trabajo y darle herramientas reales para ejercer su labor. Porque cuando el profesor pierde su autoridad, no es él quien pierde: es toda la sociedad.